EL FANTASMA DEL CONVENTO

La mañana de un domingo que yo pensaba emplear en un largo paseo por la cordillera del Ajusco, amaneció nublada, y me quedé en mi celda, temeroso de mojar los únicos trapos que cubrían mi cuerpo. Pero Ángel y su familia, que tenían varios vestidos y podían cambiárselos después de recibir un aguacero, salieron a visitar ciertos compadres en el pueblo de Azcapotzalco, y el coronel y su asistente no regresaban de la comisión que habían ido a cumplir a otro pueblo del Estado de México donde una banda de asesinos tenían aterrorizados a los pobres habitantes. Cerca del mediodía salí a comer a uno de los puestos que llaman Los agachados, porque tiene uno que inclinarse para entrar a ellos, y donde yo poseía ya un sólido crédito hasta por cuarenta o sesenta centavos. Poco después de las dos de la tarde volví al convento, cerré su portón y me dedique a deambular por los corredores y la vieja iglesia, donde sólo encontré un gato que huyó ante mi presencia. Cerca del atardecer, me acodé sobre el barandal de uno de los corredores superiores, y en el silencio gris de una atmósfera nublada, fulguró, de pronto oí que el viejo portón se habría... era el coronel y su asistente. Ambos subieron a su cuarto y a los pocos minutos regresaron, atravesaron el patio y se diriguieron al boquete de uno de los muros. El coronel parecía muy atento al muro. Lo vi avanzar despacio y luego detenerse. Con movimiento lento extrajo el revólver de su funda y extendió el brazo hacia la oquedad del muro. Apuntaba a algo que yo no veía. Avanzó un poco, con el brazo tendido hasta colocarse debajo de un arco, y de repente disparó. Cuatro tiros más sonaron. El coronel trató de cargar rápidamente su arma, pero algo se lo impidió. El revólver cayó al suelo y el militar se llevó bruscamente las manos al pecho como tratando de desasirse de algo que le apretaba la garganta. Movía la cabeza con desesperación, y vI una cosa extraña: su cuerpo fue cayendo lentamente hacia atrás sostenido por algo, por alguien que no se veía, hasta que tocó el suelo y ahí se debatió violentamente. Un gruñido sordo como el de una bestia herida puso fin a la lucha. El asistente se había desplomado presa del terror.
De la novela autobiográfica: De gentes Profanas en el Convento, por el Dr. Atl. 1949

martes, 30 de junio de 2009

LEYENDAS DEL CENTRO HISTÓRICO. La llorona Segunda estampa.

La llorona mula.
(El baile de la botella)

ARTEMIO DE VALLE ARIZPE.

Tradición de la calle de la Escobillería, en la actualidad la 7a. de Emiliano Zapata.

Junto a la tallada puerta de la churrigueresca iglesia de la Santísima Trinidad estaba a diario, a mañana y tarde, un pobre hombre de rodillas, que pedía limosna con la mano tendida e implorante. No decía este hombre, como los otros pordioseros, largas y gemebundas salmodias, sino que, con los ojos puestos en tierra, permanecía en silencio, inmóvil; sólo con la quietud de su mano imploraba un bien de caridad, por el amor de dios.
Nunca una clamorosa petición salió de los labios de este pordiosero agrietados de sed, cubiertos por el blanco copo de bigotes y de la barba caudalosa, que, a veces el viento le llevaba, arremolinándosela, de un hombro a otro y le descubría en el hundido pecho medallas y escapularios revueltos con un rosario negro. Era ya este mendigo una de las tantas figuras hieráticas del pórtico, que, rodeadas de la frondosidad del churriguera delirante, se erguían en sus doseletes ornamentados y entre sus nichos, dorándose lentamente al envejecer, recogidas en majestuosa tranquilidad y extendiendo también las manos largas y puras.
Venía la noche y metía en sombra todas las exuberantes filigranas del calado pórtico, y lo convertía en una gran masa negra, informe. Desaparecían los santos de las ménsulas, arropados en la tiniebla, y el mendigo también desaparecía, porque se iba a su casa, o bien porque la oscuridad no le dejaba ver. Pero al pasar cualquiera por la quietud nocturna de la calle, frente a la Santísima, adivinaba en el acto la mano curtida, suplicante e inmóvil, y la tristeza silenciosa del mendicante, como se presentían los santos de actitudes tranquilas, en éxtasis en sus hornacinas afiligranadas.
Gilberto Aranda se llamaba este pordiosero, a quien pocos le conocían la palabra. Fué un hombre huracanado en sus crápulas, todo alegría confiada, incontenible, con el júbilo de ignorar por qué vivimos en la tierra. No obedecía a nadie y sólo se dejaba llevar de su inclinación, la borrachera.
Ella era su vicio y su deleite. Bebía con insaciada sed de camello cansado. Siempre andaba muy herido de las estocadas del vino. Amortajó su vida en las telas que teje Baco. Todas las caballerías de Gilberto Aranda consistían en vaciar más o menos botellas, y así era como a diario cogía una formidable zorra de las orejas y un lobo por la cola.
Más borracho que este hombre no se hallaba otro en la ciudad de México; tal vez escarbando con paciencia en las historias pasadas se podría encontrar alguno que se le igualase un poco, pero no que lo superara. Gilberto Aranda era el virtuoso de la bebida. Entraba en las tabernas y botillerías de más bullicio a remojarse la palabra, y de tal manera se la empapaba, que después no podía articular ni una sola sílaba completa de lo lacia que estaba su lengua con la mojadura abundante que le daba. Pero antes de tartamudear y de echar únicamente babeantes erres y eses por la boca, era torrencial y bullicioso. Apenas le entraba en el cuerpo unos cuantos cuartillos de vino y daba alaridos de indio, gritaba alegres cosas, y se partía casi de risa el muy sinverguenza por cualquier nonada, hasta por ver volar una mosca, y bailaba alocado danzas meneando los pies como si fuesen de liviana pluma, Tenía también sus cantilenas alegres, de que usaba en sus bailes, siempre de ritmo acelerado, con rapidez de trompo.
Ponía en el suelo una botella llena de vino y a su rededor tejía bailes rápidos de inverosímil movimiento, así de lo menudito como de lo bien cernido y reposado. Con velocidad inaudita pasaba una pierna por encima de la boca de la botella: con el pie la iba rodeando toda, desde abajo hasta arriba, y tan delicadamente, que apenas si la rozaba con la punta del zapato con tanta finura que no lo hiciera con más exquisita delicadeza el ala de una mariposa. Con velocidad de vértigo, ejecutaba todas estas repentinas mudanzas y vueltas; parecía una exhalación que se remolineaba, y la tal botella no se movía ni en lo mínimo, mientras la pasaba y repasaba rápido, sin dejar de cantar esta coplilla:

Andele compadre,
baile la botella,
y si me la quiebra,
me la vuelve llena.


Al verlo hacer estas ágiles filigranas se levantaba un alocado griterío entre la turba de borrachines que le formaban coro, admirando su suelta gracia, muy inflamados de entusiasmo. Por más vino que Gilberto Aranda trajese en el cuerpo no se caía, el equilibrio era su mayor don, ni el mejor volatinero lo tenía tan perfecto; cuando estaba más ebrio, su danza era más acelerada; a pesar de su inestable bamboleo, volava casi alrededor de la botella. Otro borracho cualquiera la derribaba al iniciar el baile y con el gluglú acelerado que hacía el líquido -lumbre derretida- al fugarse, parece que se reía de la torpeza del que la volcó. En el acto la levantaban, pues que no le habían de hacer el horrible desacato de dejarla en tierra derramando su precioso contenido, y de boca en boca andaba al instante, aumentando el bullicio gritón de los borrachos, hasta que la agotaban por completo, y entonces sí, por inservible, se la arrojaban en el inmundo suelo, y las bromas, divertidas y brutales, saltaban en torno del que debería pagarla de nuevo, llena tal y como lo ordenaba la copla que cantaba en la fervorosa liturgia del baile.




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