EL FANTASMA DEL CONVENTO

La mañana de un domingo que yo pensaba emplear en un largo paseo por la cordillera del Ajusco, amaneció nublada, y me quedé en mi celda, temeroso de mojar los únicos trapos que cubrían mi cuerpo. Pero Ángel y su familia, que tenían varios vestidos y podían cambiárselos después de recibir un aguacero, salieron a visitar ciertos compadres en el pueblo de Azcapotzalco, y el coronel y su asistente no regresaban de la comisión que habían ido a cumplir a otro pueblo del Estado de México donde una banda de asesinos tenían aterrorizados a los pobres habitantes. Cerca del mediodía salí a comer a uno de los puestos que llaman Los agachados, porque tiene uno que inclinarse para entrar a ellos, y donde yo poseía ya un sólido crédito hasta por cuarenta o sesenta centavos. Poco después de las dos de la tarde volví al convento, cerré su portón y me dedique a deambular por los corredores y la vieja iglesia, donde sólo encontré un gato que huyó ante mi presencia. Cerca del atardecer, me acodé sobre el barandal de uno de los corredores superiores, y en el silencio gris de una atmósfera nublada, fulguró, de pronto oí que el viejo portón se habría... era el coronel y su asistente. Ambos subieron a su cuarto y a los pocos minutos regresaron, atravesaron el patio y se diriguieron al boquete de uno de los muros. El coronel parecía muy atento al muro. Lo vi avanzar despacio y luego detenerse. Con movimiento lento extrajo el revólver de su funda y extendió el brazo hacia la oquedad del muro. Apuntaba a algo que yo no veía. Avanzó un poco, con el brazo tendido hasta colocarse debajo de un arco, y de repente disparó. Cuatro tiros más sonaron. El coronel trató de cargar rápidamente su arma, pero algo se lo impidió. El revólver cayó al suelo y el militar se llevó bruscamente las manos al pecho como tratando de desasirse de algo que le apretaba la garganta. Movía la cabeza con desesperación, y vI una cosa extraña: su cuerpo fue cayendo lentamente hacia atrás sostenido por algo, por alguien que no se veía, hasta que tocó el suelo y ahí se debatió violentamente. Un gruñido sordo como el de una bestia herida puso fin a la lucha. El asistente se había desplomado presa del terror.
De la novela autobiográfica: De gentes Profanas en el Convento, por el Dr. Atl. 1949

miércoles, 17 de junio de 2009

LEYENDAS DEL CENTRO HISTÓRICO. La Noche Tenebrosa. Segundo tranco

La noche tenebrosa (o triste).
Y los capitanes leales a Cortés comenzaron a instruir a sus segundos para que se dirigieran a nuestros poco menos de dos mil soldados españoles con las órdenes correspondientes. Entonces, mi señor se dirigió a la soldadesca de Pánfilo de Narváez, en la que no confiaba ni tantito, y dijo con voz aún más resonante:
-¡Oídme! Si llevamos las tres divisiones ligeras de carga, pronto alcanzaremos tierra firme y salvaremos nuestras vidas.
Y me hizo la señal para que tradujera al maya a la india Marina, pero ella, sin esperarme a que siquiera abriera la boca, gritó:
-¡Tihui tonaca tecutli!
Los traductores nahuatlacos, apresurados como alma que lleva Satán, a su vez lo transmitieron en sus respectivas lenguas a la muchedumbre de indios. Y con ése: ¡nos vamos a la media noche!,
las ocho mil y tantas almas infieles comenzaron a dar endemoniados saltos de machos cabríos. No
había duda, contábamos con aliados incondicionales que jamás ocultaron sus ganas de evacuar esta odiada ciudad de México-Tenochtitlan, que por tanto tiempo había sembrado rencor en sus almas. "¡Pobres diablos!", pensé, "juraría que ya se sentían españoles. ¡Que va! ¡Mexicañoles! ¡Puros pendejos! Estos indios están igual de divididos que los italianos y son capaces de abrirle las puertas a cualquier soberano extranjero, con tal de quitarse de encima el pesado yugo de los impuestos. Para estos infelices es un gran alivio dejar de mantener con sus familias la cuota de casi veinte mil sacrificios humanos que estos bárbaros mejicanos realizan cada año".
-¿A quáu estrada?- Me interrumpió un gallego despistado tocándome el hombro.
-A Tlacopan.
-¿A quáu?
-La calzada que está recién fregada -contesté, molesto por distraerme de mis cavilaciones, y entonces noté que el soldado informaba a su gente:
-¡Tudos vamos-nos a la fregada! - y se retiraron, felices pero cautelosos, esos hijos de Galicia.
Gerónimo de Aguilar. Soldado español.

¡CUILONI! Historia de una lágrima. José Luis Basulto Ortega. Letras Abiertas.

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