EL FANTASMA DEL CONVENTO

La mañana de un domingo que yo pensaba emplear en un largo paseo por la cordillera del Ajusco, amaneció nublada, y me quedé en mi celda, temeroso de mojar los únicos trapos que cubrían mi cuerpo. Pero Ángel y su familia, que tenían varios vestidos y podían cambiárselos después de recibir un aguacero, salieron a visitar ciertos compadres en el pueblo de Azcapotzalco, y el coronel y su asistente no regresaban de la comisión que habían ido a cumplir a otro pueblo del Estado de México donde una banda de asesinos tenían aterrorizados a los pobres habitantes. Cerca del mediodía salí a comer a uno de los puestos que llaman Los agachados, porque tiene uno que inclinarse para entrar a ellos, y donde yo poseía ya un sólido crédito hasta por cuarenta o sesenta centavos. Poco después de las dos de la tarde volví al convento, cerré su portón y me dedique a deambular por los corredores y la vieja iglesia, donde sólo encontré un gato que huyó ante mi presencia. Cerca del atardecer, me acodé sobre el barandal de uno de los corredores superiores, y en el silencio gris de una atmósfera nublada, fulguró, de pronto oí que el viejo portón se habría... era el coronel y su asistente. Ambos subieron a su cuarto y a los pocos minutos regresaron, atravesaron el patio y se diriguieron al boquete de uno de los muros. El coronel parecía muy atento al muro. Lo vi avanzar despacio y luego detenerse. Con movimiento lento extrajo el revólver de su funda y extendió el brazo hacia la oquedad del muro. Apuntaba a algo que yo no veía. Avanzó un poco, con el brazo tendido hasta colocarse debajo de un arco, y de repente disparó. Cuatro tiros más sonaron. El coronel trató de cargar rápidamente su arma, pero algo se lo impidió. El revólver cayó al suelo y el militar se llevó bruscamente las manos al pecho como tratando de desasirse de algo que le apretaba la garganta. Movía la cabeza con desesperación, y vI una cosa extraña: su cuerpo fue cayendo lentamente hacia atrás sostenido por algo, por alguien que no se veía, hasta que tocó el suelo y ahí se debatió violentamente. Un gruñido sordo como el de una bestia herida puso fin a la lucha. El asistente se había desplomado presa del terror.
De la novela autobiográfica: De gentes Profanas en el Convento, por el Dr. Atl. 1949

martes, 13 de julio de 2010

LEYENDAS DEL BICENTENARIO.
LA CASA DE LOS AZULEJOS.
Cuenta una leyenda del siglo XVI, que un día entraron al Callejón de la Condesa (a un costado de la Casa de los Azulejos) dos nobles hidalgos, encontrándose cara a cara, frente a frente (como diría Juanga) sin que ninguno cediese el paso al otro (tan estrecho era el callejón o tan anchos los señores) alegando que la nobleza de su linaje se vería en menoscabo (que bonita palabra) si cualquiera de los dos retrocedía, que si el abolengo, que la hidalguía, que el pedigree, que la tiznada... permaneciendo allí tres días con sus noches y en sus coches, no importando el tiempo ni la necesidad, hasta que el virrey ordenó que los dos retrocedieran al mismo tiempo, uno hacia la calle de San Andrés (hoy Tacuba), dónde estuvo la capilla que derribó la picota liberal por que ahí velaron a Maximiliano de Habsburgo (nótese el despliegue de erudición que raya en la soberbia) y el otro por San Francisco (calle de Madero desde 1914), ninguno por Cinco de Mayo pues que esa calle aún no existía... salieron pues, al mismo tiempo demostrando que no por ser noble de linaje, se es también de claro y ágil pensamiento.

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